Uno de los ejes doctrinales que más han distinguido -y siguen distinguiendo- el pontificado del papa Francisco ha sido y es, no cabe duda, el de la sinodalidad.
Pero la sinodalidad -y el propio papa lo ha denunciado repetidamente- tiene su gran enemigo en el clericalismo que, por su propia naturaleza, ha provocado, entre otros -que no es del caso profundizar ahora-, dos trascendentales perversiones en el seno de la Iglesia Católica.
La primera de ellas se ha producido precisamente dentro del propio clero -sacerdotes y obispos principalmente- quienes, en un notable número, han entendido -y, en consecuencia, actuado- su ministerio, no como un servicio ejercido con talante humilde, como Cristo enseñó y testimonió a sus apóstoles y como el propio nombre de ministro -servidor- significa, sino con la actitud de quien goza de un estatus de superioridad, de señorío y hasta de poderío.
¿Cabe mayor perversión respecto a la enseñado con el propio ejemplo y transmitido repetidamente por el Maestro (cf. Jn. 13,4-16 y Mt. 20 25-28)? Y una de las más trágicas y tristes consecuencias de esta perversión, que lleva a transformar el ser y hacer de los ministros en señores, es la de haber ido afianzando en la Iglesia misma la conciencia de que los ministros -por el mero hecho de serlo- son personas sagradas, silenciando así el gran dogma expresado ya en las primeras páginas de la Biblia, que enseña que todo hombre y mujer -y aun los no nacidos, aunque ya engendrados- son también personas sagradas, pues han sido creados a imagen y semejanza del propio Dios (cf. Gn. 1, 27).
Por desgracia, esta perversión que afecta a la identidad misma de los ministros ha traído consigo otra, igualmente nefasta y de negativas consecuencias para una Iglesia que quiere ser en verdad pueblo o asamblea de Dios. Esta perversión ha afectado directamente al laicado con tanta más virulencia y fuerza, cuanto mayor ha sido el clericalismo de sus pretendidos ministros, y ha llegado a convertir a los “fieles” en meros agentes pasivos, que no sólo se conforman, sino que incluso llegan a sentirse felices, con seguir las “sabias” indicaciones de sus pastores, sin detenerse tan siquiera a considerar que también ellos están llamados a ser agentes activos en la común tarea de colaborar cada día en la construcción de la propia comunidad cristiana, ya que el Espíritu de Dios, «se posa por igual -como le gustaba repetir a San Francisco de Asís- sobre el rico y el pobre, sobre el letrado y el iletrado».
Bien es cierto que, incluso en las épocas en que el clericalismo se ha mostrado más fuerte, ha habido laicos que, comprometidos con su fe cristiana, han promovido importantes acciones en favor del mundo obrero, que contribuyeron muy positivamente -antes aun de la promulgación de la “Rerum novarum”- a lograr una justicia social comprometida con los valores del evangelio. Pero estos mismos laicos comprometidos se quedaron, dentro del mundo católico, en el ámbito social, sin internarse con fuerza en ese otro ámbito que incluye propiamente la mutua y diaria construcción de la comunidad eclesial como tal, que continuó siendo «patrimonio” de los “curas”, quienes, en su mayoría y durante mucho tiempo -demasiado, sin duda- fueron haciendo de su ministerio un “reducto señorial”, llegando incluso a “adueñarse” en la práctica de los propios sacramentos. Algo que, por ejemplo, se ha podido apreciar con claridad y de modo especial en la celebración eucarística, de la que algunos sacerdotes se creen tan “propietarios” que, a pesar de las enseñanzas del Vaticano II y del magisterio posterior, no permiten demasiadas “intromisiones” por parte de los fieles y, por supuesto, no llegan a considerar y valorar, ni por asomo, que la misma consagración del Cuerpo y la Sangre del Señor no es obra personal suya, sino fruto de la acción del Espíritu al que ellos, como ministros, invocan en comunión con la comunidad de los fieles que deben presidir en humildad y amor y con talante servicial.
Por otra parte, los mismos fieles, habituados, por lo general, a depender de todo y para todo de la última palabra del sacerdote, no se atreven a «caminar libres, bajo la guía del Espíritu» sin contar con el asesoramiento -a veces infantilizante- de directores o acompañantes que, en ocasiones, no tienen la suficiente formación o, lo que sería más trágico, no poseen la experiencia de una verdadera vida espiritual ni la sabiduría que de ella se deriva.
¡Ojalá que en la medida que se vaya superando -¡Dios me oiga! -el clericalismo, vayan encontrando los laicos su rol de agentes en la diaria y común construcción de una verdadera comunidad cristiana!
EPLA, 22 de enero de 2024
P. Juan Antonio Vives Aguilella