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Sinodalidad y Pentecostés 2

Sinodalidad y Pentecostés, o aún mejor: Pentecostés y Sinodalidad, pues sin Pentecos­tés no puede haber verdadera sinodalidad y, cuando hay un verdadero Pentecostés, la sinodalidad es una consecuencia natural, fruto del Espíritu que actúa desde el interior de quienes se han abierto a su acción, como se puede ver, por ejemplo, en la estampa idílica de la primera comunidad que retratan los Hechos de los Apóstoles (2, 42-47).

Toda pretensión de crecer en misión compartida o en una convivencia en modo sinodal entre religiosos y laicos atraídos por un mismo carisma, pasa necesariamente por una creciente apertura –tanto de los religiosos, como de los laicos– a la acción trasfigurante del Espíritu. De no ser así, todo quedará en “agua de borrajas”, en un simple cambio de estructuras que lo único que consigue a menudo es que “perduren los mismos perros, aunque, eso sí, con distinto collar”.

Hablando precisamente de misión compartida, hace ya algún tiempo escribí en uno de mis blogs –¿Misión compartida o partida?–  sobre necesidad de trasmitir a los laicos, más allá de toda concepción y práctica pedagógica propia, el espíritu que la animó en sus mismas raíces y que le confiere al quehacer su verdadera carta de identidad carismática. Y comentaba –también allí– lo difícil que resulta esta trasmisión del Espíritu.

Y no obstante, trasmitir el Espíritu –facilitar un particular Pentecostés– en el ámbito de todo proyecto de misión compartida o de convivencia en modo sinodal entre religiosos y laicos, es imprescindible y urgente.

Con todo, en el contexto de esa trasmisión es del todo indispensable no confun­dir espiritualidad con religiosidad. Ésta última, cuando es auténtica contribuye, no cabe duda, a encauzar a las personas por el camino del Espíritu, pero en ocasiones –más de las deseadas– lejos de cumplir esa misión, se convierte en una especie de adormidera, que tiende a atrapar más y más a las personas y tiene el peligro de provocar incluso en ellas una especie de sobredosis que lejos de contribuir a hacer de ellas, hombres y mujeres más sensibles y comprometidas con los grandes valores del Evangelio, las sume como en un nirvana en el que se sienten felices y en paz con Dios, pero que las imposibilita, de hecho, para asumir los valores y compromisos que lleva implícitos la fe en ese mismo Dios.

A este respecto, creo que puede ser aleccionador el diálogo que, en la tercera parte de la saga El Padrino, mantiene éste con el arzobispo Lamberto. En un determinado momento, el arzobispo, tomando una pequeña piedra que había estado sumergida en el agua durante largos años, la rompe y mostrándole al Padrino cómo está completa­mente seca por dentro, le dice: observa: esta piedra ha estado muchos años en el agua, pero el agua no la ha penetrado. Y lo mismo les ha ocurrido a los hombres de Europa, han estado rodeados por el cristianismo, pero Cristo no les ha penetrado, no vive en ellos”. Palabras estas que podríamos traducir así. los hombres de  Europa han podido ser incluso personas muy religiosas, pero no han sido espirituales.

EPLA, 15 de mayo de 2023

Juan Antonio Vives Aguilella

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