Son, los trepas, personas que, al margen de ser, o no, inteligentes, se distinguen fácilmente por su carencia de sentimientos positivos hacia los demás. Pertenecen a ese mundo egoísta en el que nadie parece haber entendido –como diría Mafalda– “que la tierra gira alrededor del sol, no de ellos mismos”. En estos tales, además, suele cumplirse con bastante fidelidad aquello que proclaman refranes como: “Ande yo caliente…”, “Primero mi diente, que mi pariente”… Son, en definitiva, –como dice la Real Academia de la Lengua–, al referirse al sentido coloquial del término: “personas que intentan ascender profesional o socialmente aprovechando cualquier circunstancia y sin importarle los medios que utilice para ello”.
Estos personajes, cuyos principios –como los de Groucho Marx– son fácilmente variables y se adaptan con pasmosa naturalidad a lo que consideran ser los quereres y pensares de “sus jefes”, suelen poseer un armario ropero con camisas de los más variados colores para acomodarse fácilmente a las más diversas circunstancias y encandilar así mejor a quienes piensan que les pueden facilitar el medrar dentro del ámbito en que se mueven. Ellos que, por supuesto no se permiten nunca la más mínima crítica a los dirigentes, suelen compensar este forzado servilismo con el despotismo con que tratan a quienes se encuentran bajo “su parcela de mando”.
Dentro, sin embargo, de la variedad polícroma de aquellos a los que, “para subir en los escalafones de lo que consideran poder, no les importa pisotear a quien haga falta”, existen algunos –a mi entender los más dañinos y peligrosos– que ocultan o disfrazan sus pretensiones de prosperar y ascender en los organigramas con el manto de una vivencia cristiana, que en realidad no puede ser auténtica desde el momento que no sólo no se basa en el aprecio y respeto por los demás, sino que convierte a éstos en meras piezas de ajedrez al servicio de su jugada.
Por desgracia, no existe una eficaz vacuna para acabar con toda la variedad existente de trepas, pues, por aquello de hundir sus raíces en el egoísmo humano, es inextinguible, pero sí existe contra ellos un cierto antídoto, que sólo se actúa en la medida en que los dirigentes de Instituciones, Empresas, etc. no se dejan llevar fácilmente por halagos –a veces empalagosos– y por apariencias deslumbrantes –alimentadas con calculados fulgores–, sino que van conociendo pausadamente a las personas, leyendo, desde el propio corazón, los sentimientos de los demás, pues, en palabras del Principito de Antoine de Saint-Exupéry: Sólo se ve bien con el corazón.
EPLA, 26 de marzo de 2023
Juan Antonio Vives Aguilella