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Seniorado y juniorado 7

En la historia hay ejemplos para todo. Ha habido civilizaciones que concedieron o continúan concediendo preeminencia a los mayores con la creencia de que la edad era o es un plus en orden a la sabiduría. Buena prueba de ello se puede encontrar en la historia del pueblo judío, y más concretamente en la institución de su sanedrín, que, siguiendo las indicaciones de Yahveh a Moisés estaba compuesto por ancianos (Num. 11,16-17 y 24-30). Y algo similar puede verse hoy en día en el Colegio Cardenalicio, en el que la edad media de sus integrantes era –el 4 de julio de este 2022– de 77 años, cifra que descendía a 71 si se contaban solo los electores y ascendía a 86 en el caso de sumar solo los no electores.

No obstante, la ancianidad –en el contexto mismo del Israel bíblico– lejos de ser siempre digna de alabanza, se considera, llegado el momento, sujeto de vituperio, como es el caso de aquellos ancianos que, ante las palabras que Jesús dirige a quienes se disponían a apedrear a la mujer adúltera, fueron los primeros en retirarse (Jn. 8, 9). Y por otra parte –y esto es muy significativo– la misma ancianidad no está circunscrita a la mera cronología, al considerar que “vejez venerable no se mide por el número de años” (Sab. 4, 8), sino que tiene tan estrechas relaciones con la sabiduría, que la persona no es considerada sabia por ser anciana, sino que se considera anciana por ser sabia, como se atestigua en el pasaje de la casta Susana, cuando los ancianos que juzgaban el caso, dirigiéndose al joven Daniel le dicen: “Ven y siéntate en medio de nosotros y dinos lo que piensas, ya que Dios te ha dado la dignidad de la ancianidad” (Dan. 13, 50).

Hoy en día, la sociedad muestra una acentuada tendencia a exaltar la juventud, como se manifiesta, por ejemplo, en la edad de bastantes, de los líderes mundiales. También en el ámbito de las ciencias –especialmente en el de las nuevas tecnologías– o en el mundo artístico son los jóvenes, por lo general, quienes llevan la voz cantante. Y todo ello, sin duda, es resultado de la mejor formación que tienen las jóvenes generaciones con relación a la de sus propios padres.

Sin embargo, tan merecida exaltación de la juventud ha llevado, en ocasiones, a una cierta política de temprano descarte de personas que, aunque ya jubiladas laboralmente y aun en medio de achaques físicos que para nada entorpecen sus capacidades de sentir, pensar y expresarse con clarividencia, están en perfectas condiciones para seguir aportando el saber acumulado de la propia experiencia a través de los años.

Por desgracia, esa política del descarte no se está dando tan sólo en el ámbito civil –lo que no deja de ser triste y empobrecedor–, sino también –y esto es más incomprensible tratándose de colectivos que, al menos en teoría, debieran guiarse por valores humanistas– en algunas Congregaciones religiosas –a veces de las menos numerosas, aunque parezca y sea un contrasentido– que, empeñadas en trasmitir su ser y actividad a los laicos, se apresuran a relegar al oscurantismo –cuando no al ostracismo– a religiosos que aún están en capacidad de aportar mucho a la institución. Se pierde así la oportunidad de efectuar una buena transición dentro de la así llamada misión compartida, que –privada prematuramente del acompañamiento efectivo de per­sona experimentadas en el concreto quehacer– se ve abocada a un empobrecimien­to, que influye aceleradamente incluso en la devaluación de la propia identidad institucional.

¿Acaso no es la sinodalidad, un caminar juntos y acompasados sin ir dejando perso­nas aparcadas a la vera del camino?

EPLA, 7 de agosto de 2022

Juan Antonio Vives Aguilella

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