¿A que el título parece un contrasentido? Pues no sólo lo parece, sino que lo es.
Sinodalidad –desde su misma estructura etimológica– significa caminar juntos.
Se trata, pues de un caminar juntos que –entrando ya en la dinámica eclesial– implica, entre otras cosas: acompasar el paso al ritmo de quienes tienen más dificultades a la hora de caminar, y marchar en unión de corazones, sin que existan o se establezcan entre los caminantes distinciones “jerárquicas”.
La no existencia de distinciones jerárquicas no supone, sin embargo, que no existan en la comunidad cristiana itinerante “pastores”, personas que se sientan y actúen como servidores. Y a este respecto, creo que es sumamente clarificadora la figura del Buen Pastor contemplada como prototipo de comportamiento sinodal, mezclándose con sus ovejas hasta el punto de conocerlas por vía del corazón y ser conocido por ellas; participando de sus alegrías y penas y creando entre él y ellas un clima en el que no caben separaciones jerarquizantes; marchando delante del rebaño, “haciendo camino al andar”, o situándose detrás del mismo para recoger a quienes se van quedando rezagados, e implicándose hasta el punto con la vida del rebaño, que está incluso dispuesto a desvivirse totalmente por todas y cada una de sus ovejas. En fin, desde esta perspectiva, se puede apreciar, tras el Buen Pastor y su rebaño, una iglesia que vive y actúa esa auténtica sinodalidad que, por su propia naturaleza, debe incluir a toda la comunidad, privilegiando, si es del caso, a los más sencillos, humildes, necesitados, carentes, vulnerables…
Pero, al contemplar, a la luz de lo aquí expresado, la realidad de nuestro camino –o mejor aún de nuestro proyecto– sinodal amigoniano teniendo presente lo experimentado en los encuentros de religiosos y laicos –muy laudables sin duda en principio– que se han celebrado en la Provincia Luis Amigó como preparación –y, de alguna manera, ya participación– en su próximo Capítulo Provincial, experimento –junto al gozo de haber visto en dichos encuentros un buen cauce de participación del ser y hacer amigoniano– una cierta desilusión, al comprobar que, entre los participantes laicos, una gran mayoría eran personas pertenecientes a las clases dirigentes y, por el contrario, había una notable ausencia de personal perteneciente a las bases: educadores y profesores que, sin ostentar cargos directivos, se sienten verdaderamente comprometidos con nuestro carisma y encarnan sus principales valores haciéndolos presentes en su actuación cotidiana.
Y este panorama –prometedor, por una parte, pero triste, por otra– me ha llevado a preguntarme, entre otras varias cuestiones que de él se pueden suscitar, si no habremos comenzado al revés la sensibilización de nuestro proyecto sinodal, al trasmitir éste a los directivos en primer lugar, en vez de haber comenzado por sensibilizar a las bases educativas, y si no habremos dado pie –por supuesto sin quererlo ni pensarlo– al surgimiento de una sinodalidad jerarquizada, en la que determinados laicos –generalmente seleccionados y nombrados directamente, y sin demasiadas consultas, por los superiores religiosos– han pasado a constituir, de alguna manera, una especie de “secularizada clerecía” o, si se prefiere, de “clericalismo por lo civil”, que, por su natural, se opone a una verdadera sinodalidad y tiende a crear –más o menos conscientemente– entre quienes la integran, la creencia de ser una casta superior.
EPLA, 19 de mayo de 2022
Juan Antonio Vives Aguilella