La vida, por lo general, suele ser un entramado de ilusiones que, en ocasiones, se tornan en desencantos e incluso en desengaños. Y de esta dinámica no está exento, ni mucho menos el ámbito eclesial.
Para la mayoría de quienes ya peinamos canas fue sin duda una época ilusionante la celebración del Concilio Vaticano II y de sus primeros años de aplicación. En aquellos años primaverales de la fe, no nos resultó difícil, particularmente a los más jóvenes, soñar espontáneamente con una Iglesia más decididamente encarnada en la realidad concreta de los hombres y mujeres de entonces y en la realidad misma de una sociedad que, a Dios gracias, comenzaba a superar con decisión las estrechas miras y los temores que venían guiando a la humanidad tras los trágicos hechos que trajo consigo la Segunda Guerra Mundial y los genocidios que en ella se perpetraron.
Por desgracia, aquella primavera eclesial que trajo consigo el Concilio de una Iglesia que quería y anhelaba compartir “las alegrías y tristezas de los hombres y mujeres de su tiempo, duró muy poco. Pronto los mismos pastores y responsables del caminar eclesial que debieron ser los primeros en afianzarla y promocionarla, se afanaron, por el contrario, por acallarla y desvirtuarla.
Personalmente para mí, esa actuación de la jerarquía supuso una profunda desilusión y llegué a convencerme de que las fuerzas conservadoras existentes dentro de la Iglesia Católica hacían muy difícil que se pudiera cambiar algo.
Y transcurrieron más de treinta y cinco años sin que nada serio se alentara desde el Vaticano de cara a una acertada puesta al día. Eso sí, fueron años de muchos viajes papales y de bastante teatralidad, en los que se respiraba un aire de beatitud que pudo, al menos, dar la impresión de que la Iglesia se estaba “comiendo el mundo”. Claro que, para ello, había que acallar, como así lo hicieron los papas del momento, graves problemas en el seno de la propia Iglesia que ya empezaban a emerger.
Por fin, a partir de 2013, los que, en medio del dolor que sentíamos por los años perdidos, empezamos a abrigar de nuevo la esperanza de que era posible el cambio y llegamos a ilusionarnos con la perspectiva de una nueva primavera del Espíritu.
Se comenzó entonces a oír frases –verdaderos titulares y slogans– que nos hacían vibrar de nuevo. Entre estas frases recuerdo con especial cariño y entusiasmo, éstas: Iglesia en salida; ministros con “olor a oveja”; la sinodalidad es esencial a la Iglesia; hay que superar y desterrar el clericalismo… Todo este conjunto de expresiones –al menos aparentemente rompedoras y desafiantes– llevó a muchos –y entre ellos a mí– a identificarse con los nuevos aires que se respiraban. En mi caso concreto, manifesté mi sintonía de sentimientos con el papa, en artículos que fui publicando en este mi blog, como éstos: A punto de perder el tren; ¿Pastores o jerarcas?; Sinodalidad y vida religiosa; Vocación de servicio; Sinodalidad y Pentecostés, y La doble perversión del clericalismo.
Hubo también gestos y actuaciones -y continúa habiéndolas- que generaron y siguen generando expectativas de cambio, como, por ejemplo, la aplicación de la tolerancia cero en los casos de abusos por parte del Pontífice, retirando de sus cargos e incluso excluyendo del estado clerical a sacerdotes, obispos e, incluso, cardenales.
Pero aun reconociendo este mérito y otros, que sería prolijo enumerar ahora, con el tiempo, una cierta desilusión empezó a apoderarse de algunos de aquellos que nos habíamos ilusionado, quizá excesivamente, al ir comprobando cómo el mismo que había declarado ante los medios: ¿Quién soy yo para juzgarlo?, refiriéndose a una persona gay, tiempo más tarde criticaba, con un discurso de tono claramente homofóbico y con una terminología insultante –aunque eso sí, a “puerta cerrada”–, la presencia en los seminarios de personas gays, y cómo el mismo, que había defendido públicamente la dignidad igualitaria del varón y de la mujer, pronunciaba –de nuevo “a puertas cerradas”– un discurso o charla que muy bien se podría calificar de abiertamente machista.
Todo eso me fue abriendo los ojos poco a poco y me llevó a preguntarme si las palabras que aquella persona había proclamado ante el gran público eran expresión de sus más profundas convicciones y sentimientos, o si tan sólo eran simples proclamas de carácter un tanto “populista”.
No obstante, el desencanto total me llegó cuando conocí el Instrumentum laboris elaborado de cara a la segunda y última gran Asamblea General del Sínodo de la Sinodalidad. En este documento no se planteaba claramente la urgente necesidad de superar con decisión el clericalismo, tan desdeñado, por otra parte, en varias de las alocuciones pontificias, y no se consideraba para nada la posibilidad de abordar temas que habían estado presentes en los coloquios tenidos a varios niveles dentro de las reflexiones sinodales realizadas en distintos ambientes y lugares, como fueron, por ejemplo: el celibato opcional para los sacerdotes, la rehabilitación ministerial de los sacerdotes casados, o –y esto es para mí lo más alucinante– la necesaria paridad –en el seno de la Iglesia, y en sintonía con sociedades cada vez más igualitarias en este sentido– entre el hombre y la mujer, no permitiéndole, ni tan siquiera a ésta, su acceso al diaconado, algo que parecía ya “cantado”.
Fue este cúmulo de cuestiones abortadas el que me fue minando la ilusión que me venía acompañando desde 2013, y el que me ha llevado a cuestionarme si en realidad venía yo persiguiendo una quimera, una falacia, entretejida de frases bonitas, pero carente, en el fondo, de una verdadera voluntad de cambio.
Y yo, que, a pesar de todo, y de tanto desengaño, continuo procurando ser un hijo amante y fiel de la Iglesia en la que fui bautizado, he llegado a la conclusión –quizá equivocada– de que ese alarmante cambio de orientación en las cuestiones sinodales más polémicas pueda deberse a un anhelo por conservar la unidad, lo que, a mi entender, lejos de ser una solución positiva, sería más bien negativa, pues si el inmovilismo es el precio a pagar por la unidad, ésta será siempre ficticia y no logrará anular del todo los intentos cismáticos.
No es probable que el inmovilismo, que al parecer vuelve a imperar dentro de la Iglesia provoque, por parte de los desilusionados, uno de esos clásicos cismas del pasado, que estaban fundamentados principalmente en las ideas y doctrinas, pero sí que pueden favorecer un cisma nacido de los sentimientos vulnerados. Un cisma que podría traducirse en un silencioso, pero creciente –y hasta me atrevería a decir: imparable– abandono de la fe en una Iglesia que, en los últimos cincuenta años, ha logrado, al menos en dos ocasiones, ilusionar de veras a muchos de sus fieles, pero que finalmente ha acabado defraudándolos.
Lo dicho hasta aquí, se podría resumir en estos refranes castellanos: Arrancada de caballo, parada de burro y Para este viaje no hacían falta tantas alforjas, o mejor aún, se podría sintetizar, quizá, en la famosa fábula de Esopo: El parto de los montes. Fábula que Horacio concretó así: Parieron los montes y nació un ridículo ratón.
EPLA, 24 de julio de 2024
Juan Antonio Vives Aguilella