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Sinodalidad y vida religiosa 1

Sinodalidad no es algo nuevo. En realidad con este término se está aludiendo a una de las características más identificantes de la Iglesia, aunque por desgracia haya quedado, durante demasiado tiempo, en una penumbra que, si bien no la ocultó del todo, la volvió tan elitista –tan clerical–, que perdió su verdadero carácter y sentido.

La Iglesia –más allá de toda organización jerárquica– es fundamentalmente Pueblo de Dios y es en el pueblo, en todos y cada uno de sus componentes –mujeres y hombres, desde los más grandes a los más pequeños, desde los más letrados a los menos versados en letras– donde se hace “sacramento” la sinodalidad, pues como solía repetir San Francisco de Asís “el Espíritu del Señor se posa por igual en todos ellos”.

No obstante, incluso en esos años de más oscurantismo y silenciamiento de la verdadera sinodalidad, ha existido, en el seno mismo de la Iglesia, un ámbito en el que se asentó de pleno derecho una sinodalidad entendida como participación y corresponsabilidad de todos en el camino común. Y este ámbito, aunque en principio pueda parecer un contrasentido, dada su defensa y exaltación de la obediencia– fue la vida religiosa. Ésta, desde sus inicios, fundamentó su identidad, entre otros valores, en la participación de todos sus miembros en la toma de decisiones y en la elección de sus superiores, quienes, además, nunca fueron entendidos como señores absolutos, sin que sus mismas decisiones debían consensuarse en los respectivos órganos de gobierno. Tan evidente fue todo esto para quienes se adentraron en el conocimiento de su estructura sinodal, que para nadie es un secreto que la misma Constitución de los Estados Unidos de América –país considerado como la primera democracia del mundo moderno– encontró en las Constituciones de los Dominicos uno de sus textos inspiracionales.

Y puede resultar un tanto paradójico el hecho de que actualmente, cuando la Iglesia universal intenta recuperar con creciente integridad un valor –el de la sinodalidad– que nunca debiera haber disvirtuado, muchos Institutos religiosos, debido a diversas causas –disminución y envejecimiento de sus miembros; desconocimiento o consciente dejadez de las exigencias de la sinodalidad expresada en las propias Constituciones, etc.–, caminen de espaldas al ideal sinodal que identifica sus raíces.

A veces puede –al menos– dar la impresión de que los órganos sinodales de la vida religiosa: los consejos locales, provinciales o generales –órganos ejecutivos en su estructura– y los mismos capítulos –encargados de la función legislativa principalmente– se han ido desvirtuando de forma acelerada y alarmante. Los primeros –los consejos– han pasado, en ocasiones, de ser ámbitos de discernimiento y de participación en las decisiones, a convertirse en una especie de “clac” teatral que de lo único que se preocupan es, si no de aplaudir, al menos callar, ante las propuestas del respectivo superior. Y los segundos –los capítulos– se “preparan” tan bien, que, más que impulsar la creatividad y libre participación de los miembros convocados, se intenta dirigir a éstos por un camino calculadamente premeditado por quienes, al parecer, quieren que se traten determinados “temas” o “cuestiones” y se silencien otros que no son de su conveniencia. Y lo peor es que estas últimas estrategias se quieran “disimular” recurriendo a los laicos y a la tan traída y llevada “misión compartida” que, bien entendida, no tiene que invadir el ámbito más propio y familiar de los religiosos, sino compartir de pleno derecho el ser y hacer del carisma desde su propio y específico ámbito y estructura jurídica.

Caminar juntos no tiene por qué implicar caminar revueltos y sin respetar las características identificantes del propio estado, de la propia familia.

Caminemos juntos. Respetemos ámbitos.

 

EPLA, 28 de agosto de 2021
Juan Antonio Vives Aguilella

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