Durante mucho tiempo consideré como contradictorias estas dos frases evangélicas: Quien no está conmigo, está en contra[1] y Quien no está contra vosotros, está con vosotros[2].
Sin embargo, un dicho de San Agustín[3] que, con el tiempo, se tradujo por “unidad en lo necesario, libertad en lo no necesario y caridad en todo”[4], me hizo comprender que la contradicción entre esas dos expresiones del evangelio era más aparente, que real, si la primera[5] se interpreta relacionada con lo esencial y fundamental, y la segunda[6] se contextualiza en el ámbito de lo no esencial.
Y desde esta síntesis me cuestiono, entre otras cosas: “Hoy en día, cuando las sociedades civiles están mostrando apertura para reconocer y respetar en su seno distintas sensibilidades personales, que conllevan, en sí mismas, opciones de vida que van creando nuevas normalidades culturales ¿qué sentido tiene cerrar los ojos a distintas sensibilidades religiosas y espirituales que no afectan a ese sagrado depósito de la fe contenido en el Credo?”.
El Concilio Vaticano II fue considerado por una inmensa mayoría de católicos –entre los que yo me cuento– el gran regalo del Espíritu a la Iglesia y a la sociedad del siglo XX.
Y a los que, de corazón y con inmensa alegría, acogimos esa doctrina vaticana, a pesar de sufrir durante largos años[7] el casi total silenciamiento de tan rico mensaje, no se nos ocurrió pedir la condena al ostracismo de quienes no sentían, pensaban y creían como nosotros, por considerar que, por encima de todo, estábamos de acuerdo en lo esencial y que, como nos recordó encarecidamente el propio Vaticano II, uno de los retos más urgentes de las Iglesias cristianas era el de caminar hacia un ecumenismo que, coincidente en lo esencial, fuese tolerante y respetuoso con lo no esencial.
Parece, sin embargo, que con ser tan insistente y perentoria la llamada del propio Cristo a la unidad, los cristianos no acabamos de entender que ésta no sólo no se puede confundir con uniformidad, sino que incluso se empobrece con ésta.
Tristemente, la historia nos demuestra que los cristianos en vez de tender a la integración de las distintas sensibilidades espirituales –e incluso de índole ritual– hemos sido más bien excluyentes de las mismas y hemos recurrido, en demasía, a un anatema que no acabamos de borrar de nuestros labios. Y así, incluso hoy en día, mientras conservadores –a veces a ultranza– por una parte y progresistas –en ocasiones radicales también– por otra, se empeñan en imponer su verdad a los otros, no solamente no caminamos hacia la unidad ecuménica, sino que favorecemos nuevas divisiones excluyentes dentro del mismo catolicismo.
La verdad es una y no es patrimonio de grupo alguno, ya sea conservador o progresista, y lo es tanto menos, cuanto más faltos estén unos u otros de la caridad, pues ésta es el corazón mismo de toda verdad[8].
Los límites de lo esencial fueron definidos ya en los orígenes de nuestra fe cristiana. Lo que parece que siempre nos ha faltado ha sido el respeto por la libertad de creencia, pensamiento y acción en lo no esencial. Ojalá fuésemos todos capaces de recuperar aquello de “unidad en lo esencial, libertad en lo no esencial y, sobre todo, lo de caridad en todo”.
EPLA, 6 de agosto de 2021
Fiesta del Santísimo Salvador,
Patrón de Onda,
mi pueblo natal
Juan Antonio Vives Aguilella
[1] Cf. Mt. 12, 30 y Lc. 11, 23.
[2] Cf. Lc. 9, 46-50.
[3] El dicho atribuido a San Agustín decía: “In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas” (Unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo).
[4] Utilizado en 1617 por el arzobispo de Split (Croacia), que cambió lo dudoso por lo no necesario (para la salvación).
[5] La de Mt. 12, 30 y Lc. 11, 23.
[6] La de Lc. 9, 46-50.
[7] Concretamente los que van, sobre todo, desde el fallecimiento de Juan Pablo I hasta la llegada del papa Francisco.
[8] Cf. Ef. 4, 15.