Para amar al otro en su individualidad, para quererlo como él necesita sentirse querido, para amarlo “desde el tú”, es imprescindible entrar en la dinámica del conocimiento.
Y el conocimiento de la persona se posibilita en la medida en que uno, sintiéndose querido, abre esas puertas de la propia casa que sólo el amor consigue abrir y que cierra automáticamente el desamor.
Conocimiento y amor se entrecruzan. La persona se va dejando conocer en la medida que se va sintiendo querida y, a la vez, uno mismo puede ir amando más y mejor al otro en la medida que va conociendo con mayor detalle los resortes y matices más auténticos de su personalidad. Se conoce, en definitiva, en la medida que se va creciendo mutuamente en afecto a través de una convivencia en la que se crean relaciones gratificantes y se comparte el ser. Sin “roce”, sin convivencia, no hay amor y sin amor no es posible el conocimiento personal, no es posible conocer “lo esencial” del otro.
Una vez más fue el zorro el que trasmitió al Principito una gran lección de inteligencia emocional: “Sólo se ve bien –le dijo– con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos”.
Y el Principito que había sido capaz de “ver” el elefante dentro de la boa en aquel dibujo-test del aviador en el que los demás no habían logrado ver sino un simple sombrero, fue capaz, a partir, de esta nueva lección del zorro, de descubrir lo esencial de su “rosa”, el amor que ella le había tenido desde siempre. Y el Principito maduró en afectividad y exclamó: “Quizá yo era antes demasiado joven para saber amarla”.
EPLA, a 22 de junio de 2017
Juan Antonio Vives Aguilella