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A punto de perder el tren 3

Uno de los propósitos más sentidos y añorados del Vaticano II fue el de lograr un fluido diálogo entre la Iglesia y el mundo actual, con transformaciones y avances cada día más acelerados. Paradigmática en este sentido fue la Constitución Gaudium et spes”, que ya en sus primeras palabras expresa: “El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón… Por ello la Iglesia se siente verdadera e íntimamente solidaria del género humano y de su historia… Precisamente la historia está sometida a un proceso de aceleración, tan rápido, que cada hombre apenas puede seguirla. La colectividad humana corre una misma suerte y no se diversifica ya en varias historias diferentes. Así la humanidad está pasando de una concepción más bien estática del orden de las cosas a una noción más dinámica y evolutiva, de donde surge una nueva complejidad enorme de problemas que exige nuevos análisis y síntesis”.

Desgraciadamente ese propósito de fluido diálogo –con todo lo que éste implica “de escucha e intercambio de información con la intención de llegar a un acuerdo o encontrar una solución”– se enterró, unos pocos años después de finalizado el Concilio, por parte de quienes más deberían haberlo actuado. La Iglesia volvió a encerrarse de nuevo en sí misma y adoptar posturas dogmáticas con la neopretensión de ser “la única y absoluta poseedora de la verdad sobre el hombre y su historia”. Claro que, en esta ocasión tan triste encerramiento se disimuló, ante las miradas superficiales de la gente, con gestos y actos multitudinarios de gran teatralidad, que, en el fondo, no eran sino estrategias conservadoras que disimulaban un creciente fundamentalismo.

Con la llegada del Papa Francisco se ha retomado, en parte, el “olvidado diálogo” entre fe y cultura, entre iglesia y sociedad, pero después de más de cuarenta y dos años de “apartheid”, la Iglesia se encuentra con el reto de afrontar e intentar asimilar –en la medida de lo posible – los largos avances experimentados durante este largo período de tiempo, por la sociedad civil.

Uno de ellos –a mi entender uno de los que menos complicaciones podrían suponer con la estructura de la fe– es la de plantearse de una vez por todas –y con la seriedad que el caso requiere – la urgente necesidad de establecer la debida igualdad de derechos y oportunidades de la mujer y el hombre en el ámbito eclesial.

En la misma Biblia coexisten dos relatos substancialmente divergentes sobre la creación del género humano. En uno de ellos –el más antiguo en su redacción, aunque el libro del Génesis lo coloca en segundo lugar– se supedita, con visión machista y claramente patriarcal, la creación de la mujer al hombre. De tal forma que es “sacada de una de las costillas de éste, es denominada “varona” por haber nacido del varón y, por si faltaba algo, es la culpable –junto a la serpiente tentadora– de la desgracia del pobre hombre. En el otro relato de la creación –el situado actualmente iniciando el libro del Génesis – la mujer sí que aparece con idéntica dignidad que el hombre: “Y creó Dios a la especie humana; a imagen suya la creó; macho y hembra los creó”. Evidentemente se trata de un relato más elaborado y más filosófico. Por desgracia la Iglesia siempre mostró cierta preferencia por aquel más antiguo, quizá por aquello de que dejaba al hombre en mejor lugar.

En la tesitura social que actualmente nos encontramos –en la que, gracias a Dios, la defensa de la mujer y sus derechos como persona, que implican entre otros el del reconocimiento de la igualdad de sus oportunidades con las del hombre– la Iglesia, y en este caso me refiero específicamente a la Católica y Romana, debería abordar con decisión este problema, que sí han afrontado otras confesiones cristianas hace ya varios años.

No sería de extrañar que dentro de algún tiempo –y más bien poco– las religiones que continúen manteniendo estructuras en las que las mujeres no tengan un rol de protagonistas –al mismo nivel que los hombres – y sigan relegándolas a un segundo plano –por mucho que éste se pretenda dignificar – sean declaradas “inconstitucionales” en países en que la igualdad de la mujer y el varón ha sido reconocida solemnemente en el contexto mismo de sus Constituciones nacionales.

 

Juan Antonio Vives Aguilella

EPLA – 7-3-2019

 

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