Ya desde nuestras raíces latinas, saber y saborear son voces con profundas conexiones semánticas que invitan, con espontaneidad, a equiparar sus significados, como sucede, por ejemplo en las expresiones: éste sabe mucho y esto sabe muy bien.
A partir de esas conexiones semánticas, a mí me ha gustado siempre definir la sabiduría como la capacidad de saborear la vida, la capacidad de disfrutar cada momento de la misma, la capacidad de apreciar positivamente no sólo sus sabores, en principio, más agradables, sino también aquellos otros que, en un primer momento, pueden resultar más fuertes, e incluso desagradables, a un paladar que necesita ir perfeccionándose constantemente hasta percatarse, de alguna manera, que son precisamente los sabores distintos, y a veces aparentemente contradictorios, los que –aceptados y asumidos con equidad de ánimo y aun con serena alegría– han ido configurando la propia identidad y personalidad.
Situándose en esa perspectiva, sabiduría y felicidad se muestran también como realidades hermanadas. No en vano, los clásicos apodaron beato al sabio. Beato sí, pero con esa beatitud que nace de haber sabido saborear –y asumir con actitud positiva– las experiencias y circunstancias todas –agradables y desagradables– que han ido jalonando y siguen jalonando la propia vida.
EPLA, a 17 de octubre de 2017
Juan Antonio Vives Aguilella