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¿Pastores o Jerarcas? 1

La equiparación entre autoridad y servicio es uno de los mensajes que Jesús dejó meridianamente claros en el evangelio: Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve[1]; el que quiera ser el primero, que sea vuestro servidor[2]; no he venido a ser servido, sino a servir[3]… y, como síntesis, y ejemplo al mismo tiempo, de todas estas enseñanzas:

  • Vosotros –les dijo a los apóstoles tras lavarles los pies– me llamáis “Maestro y Señor” y decís bien, porque lo soy, pues si yo os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros[4]

A partir de este mensaje, se podría decir que el sacerdote está llamado a vivir con una radicalidad, si cabe, mayor la vocación de servicio puesta en acción a la que está llamado también todo cristiano. Y si es verdaderamente el servicio la cualidad más identificante del sacerdote, ¿cómo se podría definir al obispo? Alguien, en plan jocoso dijo que “el obispo es igual que el sacerdote, pero en tecnicolor”. Trascendiendo, sin embargo, el chascarrillo –que en el fondo no deja de expresar con gracia una dura crítica a quien entiende el episcopado como una mera “promoción jerárquica”–, se podría decir que, si ser sacerdote implica vivir consagrado al amor, expresado particularmente como servicio cercano, personalizado, desinteresado, sencillo, compasivo, adaptado a las necesidades del otro y con preferencia a los más pobres y necesitados, el obispo tendría que ser “el primer servidor y testigo del amor en su iglesia”.

El amor es el único “mérito de guerra” para “subir en el escalafón del Reino de los Cielos”.

Cuando Jesús examina a Pedro antes de designarle el “primero de los apóstoles”, sólo le examina del amor: ¿“Me amas más que éstos?”[5], es decir ¿te entregas, sirves, buscas los últimos sitios… más que éstos?

Y es precisamente la especial vivencia del servicio amoroso lo que hace del sacerdote y del obispo un verdadero pastor que vive entre su grey, para su grey y se entufa con naturalidad del “olor de su rebaño”.

La Iglesia primitiva, al decir de las Cartas de Pablo, experimentó de alguna manera el ideal de sentirse pastoreada con amor. Y esta experiencia debió ser tanto más fuerte en la turbulenta época de las persecuciones que bien pronto se inició y que bien pronto debió poner de manifiesto que “no hay Iglesia más auténtica, que la perseguida”.

Después del Edicto de Milán, en la medida que la Iglesia pasa de la clandestinidad a la esfera pública y pasa incluso a ser defendida por las autoridades civiles, se empiezan a jerarquizar dentro de ella los carismas que el apóstol Pablo –en su visión de la misión compartida en la Iglesia, como una colaboración mutua ejercida desde la diversidad de carismas personales[6]– había presentado como igualmente necesarios e importantes en orden a la edificación del Cuerpo místico de Cristo; resaltando, al mismo tiempo, que lo que verdaderamente concede preeminencia dentro del ámbito comunitario no es el carisma en sí mismo, sino el crecimiento personal en amor que, desde él, ha realizado la persona agraciada: “Aunque hablara lenguas, aunque profetizara…, si no tengo amor, soy nada”[7].

En la Edad Media con el advenimiento del Cesaropapismo y la creación de la perniciosa cultura de cristiandad, que lejos de contribuir a un crecimiento de los valores cristianos –y al mismo tiempo profundamente humanos– los desvirtuó, consiguiendo que, en nombre de Cristo, se viviera por lo general de espaldas al mensaje evangélico, se acentuó todavía más la visión piramidal de una Iglesia cada vez más jerarquizada en la que sólo “los de arriba” –y cuanto más arriba con más propiedad– eran depositarios de la verdad revelada por el Espíritu, y en la que al pueblo fiel no le quedaba otra que escuchar y obedecer ciegamente los dictados de quienes, llamándose pastores, eran y actuaban como verdaderos “jefes y señores”. Y, a partir de aquí, se fue configurando en la Iglesia algo tan contrario al espíritu evangélico como fue una “casta” clerical y sacerdotal[8], cuyos integrantes, en algunos casos, olvidaron de tal manera su ministerio pastoral, que bien podrían atribuírseles las denuncias que en su día hicieran los profetas Ezequiel y Jeremías[9].

El Concilio Vaticano II dio considerables pasos hacia una recuperación del sentido primero de la Iglesia, definiéndola como “pueblo de Dios” y enalteció el sacerdocio común de todos los fieles, junto a la misión profética de todos ellos, y, aunque reconoció la constitución jerárquica de la propia Iglesia, no dejó por ello de insistir exhaustivamente en que los denominados “pastores”, ejercieran su ministerio como servicio de amor[10].

Dentro de la línea pastoral marcada por el Concilio, alcanzaron especial renombre obispos como Helder Cámara o Pedro Casaldáliga que, identificados de alguna manera con la “Teología de la liberación”, se distinguieron por su preocupación integral por los más pobres y necesitados, y renunciaron a ostentar signos de poder o de pertenencia a un estatus superior.

Pocos años después de finalizado el Concilio, al tiempo que se silenció su doctrina, se propició, por lo general, la elección de obispos que, desde su conservadurismo –a veces a ultranza– adoptasen de nuevo actitudes de jerarcas y luciesen con orgullo los signos externos de su “dignidad”.

El Papa Francisco, ya desde el inicio de su Pontificado, dejó bien claro que su ideal de pastor era el de “oler a oveja”, es decir que como el Buen Pastor, compartiese su vida con el rebaño, conociese por vía del corazón a cada uno de sus integrantes, caminase delante… y les sirviera hasta el punto de dar la vida, si necesario fuera… Y para esto, la simbología jerárquica –trajes talares, pulcrísimos clergymans, ostentosos pectorales y los colorines en las telas – no sólo no ayudan, sino que más bien dificultan la labor.

¿Conseguirá el papa Francisco mínimamente su ideal de que el clero, comenzando por su cúspide, sea signo y sacramento de cercanía, de sencillez, de humildad, de compromiso, de servicio misericordioso hecho acción cotidiana?

¡Harto difícil me parece! ¡Ojalá me equivoque!

 

EPLA, 30-03-2019

Juan Antonio Vives Aguilella


[1] Lc 22, 27.

[2] Mt 20, 26.

[3] Mc 10, 45.

[4] Jn 13, 13-15.

[5] Jn 21, 15-19.

[6] 1Co. 12, 1 a 14, 33.

[7] 1Co. 13, 1-2.

[8] Francisco de Asís –ya en la Baja Edad Media – fue uno de los que se rebelaron contra esta concepción tan piramidal y clerical de la Iglesia, aunque siempre fue respetuoso con la misma.

[9] Ez. 34, 1-31 y Jer. 23, 9-40.

[10] Christus Dominus, n. 16.

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